
Profr. Agustín Rivas Rochín Galindo
De niño, siempre deseaba ser portero de los buenos, de los que casi nunca reciben gol, de esos que salen en la tele; me gustaba jugar en las calles de mi barrio «La Ceiba», una sola vieja pelota bastaba para entretener a los chamacos deseosos de correr y divertirse, lloviera o si el sol estuviera a todo calcinar la careada, barrio contra barrio debería jugarse, cuando éramos numerosos nos íbamos al estadio «Alejandro Torres».
El resultado, eso no importaba, nosotros deseábamos satisfacer nuestras ganas de jugar, nuestro juego favorito.
Como cada fin de cursos escolares, mi abuela materna Julia Peinado, estaba por alistar el viejo y descolorido veliz de lámina para viajar a la ciudad de México, en esta ocasión me invitaba para acompañarla, el viaje sería en tren, serían tres días de camino, con un cambio de máquina y de vía en Guadalajara.
Llegamos, tomamos un taxi con destino a casa de mi tía Virginia, ya estaban esperándonos, sentados en el comedor, se aprestaban a cenar.
En la ciudad de México el clima es benigno, fresco, llueve mucho en meses de julio y agosto, en ocasiones no se puede salir de casa de tanta agua que cae del cielo, en cuatro semanas que nos pasamos por allá, nos llevaron al Parque de «Chapultepec», al Teatro «Blanquita» y otros tantos lugares de turismo con que cuenta esta enorme ciudad.
Se cumplieron las semanas que estaríamos por allá, yo tenía que entrar a clases, yo estaba deseoso de ya regresarme.
Un día en la tarde, antes de tomar el tren de regreso, me senté sobre una vieja silla colocada en el patio de una vieja casona de dos pisos, observando edificios, anuncios y personas que adornaban la esquina de Dr. Erazo, con Dr. Andrade, en la céntrica colonia «Doctores», de la ciudad más grande del mundo, cuan diferentes a las de mi pequeño, tranquilo y querido pueblo.
Ahí me dieron las nueve de la noche, viendo el movimiento de gente, negocios y autos, de repente se me vinieron a la mente mi calle «Juan Carrasco», la gente de mi barrio, los Melgar, Los Monarrez, Los Andrade, los Arredondo, los Hermosillo, los Salazar, como olvidarlos, jugar, convivir era el pan nuestro de cada día, nunca los he olvidado, se me vino un torrente de lágrimas, las secaba con un viejo pañuelo, más me brotaban; en eso llega mi tío Félix Mantilla, esposo de mi tía Virginia, me dice -ya le entró la nostalgia- , le contesto ya me estoy aburriendo tío, en eso saca una bolsa de plástico, la pone en mis manos y me dice – para que no dejes jugar ese juego que tanto te gusta- nerviosamente miro al interior de la bolsa, abriendo los ojos a más no poder, veo un hermoso balón de fútbol, igualito con el que jugaban los equipos de la primera división, abracé a mi tío con un gran cariño.
Amaneció el siguiente día, mi primo Héctor Manuel Piña, llegó corriendo, me dio en las manos una caja de zapatos, -ábrela, me dijo- entrega inmediata la abrí, -híjole mano- eran un par de taquetes, saqué uno, lo miré detenidamente, -no lo podía creer- estos fueron los primeros taquetes…
Temprano nos llevaron a la estación de ferrocarril, nos despedimos de mis tíos y mi primo, arribamos al vagón, ayudé a mi abuela a subir el veliz en un maletero y yo nunca solté el balón de mis manos.
La poderosa máquina arrancó su marcha, en unos minutos ya tomó su real velocidad, salimos de la inmensa ciudad – di una última mirada, asombrado de haber conocido un verdadero monstruo lleno de casas y gente.
Mi abuela se durmió plácidamente sobre el asiento de madera cubierto con una funda de tela, yo inicie un recorrido por lo largo del vagón conociéndolo y conociendo a los compañeros de viaje, me ayudó mucho esa acción, corto se me hizo el retorno a mi tierra querida.
Llegamos a la estación de Costa Rica, yo venía todo adormecido, era las 4 de la mañana, la maquina paró, me despedí de mis compañeros de vagón, empezamos a bajar, justo al bajar, estaba mi papá Ramón esperándonos, ayudó a bajar a mi abuela, y yo con mi balón, no lo había soltado para nada en todo el viaje, iniciamos el camino rumbo a nuestra casa, mi padre llegó al mercado a comprar menudo con doña Naty.
Llegamos a casa, desayuné aprisa, me puse un viejo pantalón corto, mis raídos tenis, tomé el balón, fui a casa de algunos amigos, entre ellos José Manuel “Tono” Salazar, Javier y Víctor Manuel “Moni” Hermosillo, José Manuel “Tripas” Cárdenas, Ángel, Amado y Patricio Grajeda, Javier Uribe, Julián Lora Chávez, y mi hermano José Guadalupe Rochín; aproveché para invitar a amigos de otra calle entre ellos a Víctor y Fico Castellanos, Cuco Vega, José Antonio Chávez, Erasmo y Antonio Valenzuela, Luis Arredondo, José Luis y Antonio Domínguez.
Antes de llegar al «Alejandro Torres», me iban haciendo preguntas de cómo era la gran ciudad que había visitado, otras bromas que me venían haciendo.
Unos metros antes de llegar al estadio, “el Mony” Hermosillo me arrebata la bolsa donde cuidadosamente llevaba el balón, lo saca y le da un patadón, ante la mirada atónita de todos y mía en especial, este va y se ensarta en unas largas espinas de toronjo.
Mi balón, mi preciado tesoro, nuevecito, ahora yace allá arriba inerte, y ni siquiera poder estrenarlo como tantas veces lo había soñado.